Todo mi cuerpo tembló con la fuerza del miedo. Cerré los ojos, porque la luz que atravesaba mis párpados seguramente me mataría.
Lo sentí, el rayo de la ballesta entrando en mi hombro, ondulando a través de mi cuerpo, mi corazón siendo arrancado de mi pecho.
Caí al suelo, con los ojos bien abiertos y la boca en un grito silencioso. Pude ver la cabeza de mi padre, la cabeza del emisario, sus ojos abiertos de dolor y agonía. El cuerpo de mi padre cayó al suelo, una mancha negra se extendió por el limpio y blanco cielo.
Mis oídos se llenaron con el sonido de todo lo que hemos perdido, todo lo que nunca tuvimos. Inolvidables interpretaciones de canciones de amor y melodías suaves tocadas con instrumentos suaves. Una banda de sonidos etéreos, sosteniéndome firmemente en el suelo. Un coro, mis hermanas y yo llorábamos, mi madre aún hermosa en su dolor. No se fue de esta vida sin llevarse nuestras almas con ella. Negra. El mundo entero era negro. Y el frío no ayudó. Y había luz. Podía sentirla en el aire, empujando la oscuridad a mi mente.
Las sombras parecían más oscuras, como si fueran arrastradas hacia mí, un susurro en mis oídos y en mi mente. La oscuridad estaba conmigo y sólo parecía crecer.
Mi aliento se volvió superficial, mi corazón latía con fuerza. No puedo soportar más... No puedo soportarlo... No puedo...
"¡Santa madre de Dios en la oscuridad!" Jadeé, todavía tratando de recuperar el aliento. De repente oí una risa ronca en mi oído y me di la vuelta, listo para luchar.
Pero no era Lucas. Era Juan.
Eugenio Larberizu